Cuando la vida te quiere batear, batea.
A menos de un año de haber entrado a un hospital, nuevamente lo volvía hacer cargando el bolso de un familiar mío. Tuvimos que esperar un poco, mientras mirabamos las paredes que encerraban aquellos escasos metros cuadrados con personas y algunas sillas apostadas en los rincones para poder sentarnos. Lo curioso fue hayar cada centimetro de las murallas rayadas con mensajes, mensajes que nunca habi visto "Javita, tus tíos te estamos esperando 15/08/10" "Sabastian, ya po', nace rápido, todos tus primos te estamos esperando 06/07/08" Y muchos escritos como estos se desplegaban por donde la mirada se dirigiera. Derepente mi mamá volvió por la puerta que había desaparecido y nos llamó. A su encuentro, se hayaba en compañia de una guardia, la cual custodiaba la entrada hacia otra sala del edificio hospitalario. Nos chequeó confirmando la información entregada por mi madre y nos permitió el paso.
"Tú, Simoncito, vas a tener que esperar allá ¿Bueno?" le dijo mi vieja al conchito de la familia.
Mi hermano no pareció entender bien y sólo se despidió con un cariñoso beso en la boca y un sentido abrazo.
"¿Y por qué no puede ir con nosotros?" pregunté.
"Después del terremoto, no dejan subir niños al edificio. Es en caso de cualquier nueva emergencia" respondió la guardia.
¿Nueva emergencia? La idea no me gustó ¿Subir?... ¿A qué piso subiriamos?
"Acompañame, Gustavo" me dijo mi madre y yo la seguí, bajo la penosa mirada de Simón sentado desde una silla.
Sinceramente, odio los hospitales. La última vez que estuve en uno fue a los seis años, cuando me operaron de las aneroides y las amidalas. No me gusta el olor de la anestesia ni del yeso, tampoco del guante de la mano del doctor que te revisa la muela picada. Al ir caminando, comenzó a abordarnos la oscuridad de pasillos interminables y oscuros, con rebotes de voces provenientes de no sé dónde, encontrandonos con puertas que daban a mujeres tiradas sobre camillas, con ambas piernas bien separadas, apoyadas sobre soportes de un escalofriante metal. Odio los malditos hospitales. Doblamos en un pasillo hacia la izquierda, siguiendo a una enfermera que no habia notado que nos sucedia en el recorrido de aquel tetrico laberinto, hasta las puertas de un viejo ascensor. Presionó el botón de llamado y esperamos. Esperamos. Esperamos. Hasta que el sonido de la caja transportadora nos avisó que era el momento de entrar. Fueron cinco altos y lentos pisos los que subimos, para llegar hasta el pasillo de genicologia. Por suerte, el cuarto donde mi mamá se quedaria estaba al frente del ascensor. Entramos a un cuarto grande y limpio, como aquellos dormitorios de casas angustias, con un cielo que casi no se podia obseravar de lo amplio y alto que estaba.
"Quedese en esta cama" nos indicó la enfermera y desaparecio tras la puerta de acceso. Según mi vieja, dijo que traería sábanas y frazadas para hacer la cama. Yo no la escuché.
Fue a mitad del año pasado cuando presentó los primeros dolores, pero como toda señora que se cree moderna, no les hizo mucho caso y no se revisó, mientras que en la televisión repiten una y otra vez que cualquier indicio de dolor en zonas tan delicadas como el útero debe ser chequeado por un especialista. Fue a tres meses de que terminara el año cuando se revisó y el diagnositico fue un poco preocupante. Tenía quistes y un gran mioma en su útero y trompas. Tenía que operarse, y quizá sacarse el vientre. Le dieron fecha para la primera semana de Enero, pero nunca la llamaron. Ayer, 18 de Marzo del presente, aquejada de dolores incontrolables, se presentó temprano, y con motivo de urgencia, al hospital. Horas más tarde ya se estaba cambiando su ropa de vestir por el camisón de dormir en el baño del pasillo del piso cinco de Maternidad, mientras que una mujer vestida de rojo, con penetrante mirada y un liso pelo rubio llegaba hasta la cama de mi madre, mientras que yo veía como la preparaban.
"¿Ya llegó mi paciente?" preguntó
Su voz era destructivamente sexy, y me pregunté por qué mi mamá no me había que su genicologa no era la vieja gorda y edionda que yo me imaginaba que era. Bueno, nunca se lo dije. Apretó una carpeta contra su pecho y se giró a observarme.
"¿Usted es el hijo?"
"S-si"
"¿Cuántos años tiene su mamá?"
Maldita pregunta. En fracción de segundo recordé que mi vieja nació el sesenta y cinco, y que al setenta y cinco tenía diez, y que al ochenta y cinco tenía veinte, que al noventa y cinco tenía treinta, que al dos mil cinco tenía cuarenta, y como aún no estamos a Septiembre, tiene cuarenta y cuatro.
"Cuarenta y cuatro" respondí.
Ella anotó en su carpeta. Luego se retiró y no apareció más.
Mi mamá llegó vestida en un camisón que nunca le habia visto.
"¿Y ese?"
"Me lo compró tu papá cuando supuestamente me iban a hospitalizar, en Enero"
Nos costó despedirnos, como siempre ocurre. Un abrazo largo, con sensaciones reprimidas. Un ping-pong con el "chao" o miles de besos en la ventana de conversación del Messenger. Cerré el celular y su voz lentamente se desvaneció por la pieza. El silencio se apoderó de todo y vino el fuerte remezón al pecho. Que ganas de que hubiera estado conmigo en circunstancias totalmente diferentes, apoyando de otra forma. No sé como agradecerle que hubiera estado conmigo pegada toda la tarde al teléfono. No sabe que es todo lo que produce al decir "hola" desde el otro lado, ese "hola" tan particular. Si supiera que muero por tan sólo tenerla unos segundos como nuestros sentimientos dicen que quieren estar.
Ojalá pudiera recordar el momento en que empecé a amarla como a nada, para devolver el tiempo y volver a sentir como todo eso hace "clic"