Sin decir nada bajamos por un pasillo que iba hacia el norte y luego se devolvía hasta el sur. Llegamos sin decir nada hasta un espacioso estacionamiento subterraneo, un lugar silencioso y oscuro. Nerviosa introdujo la llave en el candando y luego de un chasquido, abrió la pesada puerta de madera. Me hizo entrar a un cuarto oscuro, de vidrios polarizados. Se escondía bajo la vicera del gorro que ocupaba y el movimiento de la cola de sus pelos castaños claros.
"Soy Isabella" me saludó "Aquí dejamos nuestros bolsos y bajamos a descansar cuando la cajera va a colación ¿Ya?"
Quizás creía que era un estupido o un deficiente mental.
"Ya"
Pablo me había conseguido trabajo con su tía en el supermercado en donde ella trabajaba, y en donde tambien estaba a punto de conocer a dos personas que harían volcar historias dentro del grupo. A la primera ya la había conocido, cuando subí a trabajar conocí a la segunda. Su nombre era Lorena. Llevaba unos seis meses trabajando como cajera, tenía 26 años, una hija de 5 y un departamento en avenida Colón, San Bernardo, fue todo lo que me contó en mi primera tarde como empaque.
Por esos meses, a mediados de Mayo del 2007, estuve con mi última aventura antes de entrar a una nueva relación estable. Ella era Carolina, estudiaba en el Liceo 7 de Santiago Centro y la había conocido en la fiesta de aniversario de nuestro liceo. Tambien, por esos días se vivía la recordada revolución pingüina. Fue mi primera vez dentro de una marcha, situaciones que sólo veía en los archivos que mostraban en televisión para el 11 de Septiembre. Eras participe de una sóla voz, una gigansteca voz, que se movía con fuerza por toda La Alameda, alzando el brazo con el puño fuertemente cerrado, gritando por el cambio de una ley que ni siquiera tenía conocimiento. Sólo caminaba con rumbo nebuloso, deteniendome a veces por situaciones que ocurrían al principio. Y derrepete a lo lejos se escuchaba un grito, y la lengua de estudiantes se detenía y podíamos oir, junto a Sebastían y Marcelo, las patrullas de los carros lanza aguas de carabineros "¡Corran!" y todos se abrían paso sobre el otro para escapar. Tus riñones vierten la adrenalina sobre tu torrente sanguineo y no logras sentir las piernas, mientras corres despavorido imaginandote el rostro de tus padres retandote al momento de salir de la comisaría después de haber sido capturado. Y no paras de escapar, al segundo que una joven se te cruza, entre riendose y gritando de miedo por algo que no veíamos venir, y al ver que Sebastían se quedaba atrás, a Marcelo nunca más lo vi ese día, lo tomé del brazo y lo alenté a seguir corriendo, mientras llegabamos, orillados por la inmensa multitud, hacía la vereda norte de la Alameda. Me giré para ver si el chorro de agua estaba cerca de nosotros, pero ni siquiera el carro podía ver y me volteé hacia el frente para seguir corriendo, viendo como los que nos antecedían comenzaban, con agilidad, a esquivar algo "Un grifo o un quiosco" pensé, hasta que nos encontramos con una anciana tratando de levantar, mientras maldecía a los que pasaban a su lado, a su esposo que yacía en el suelo. A Sebastían se le ablandó el corazón y comenzó a bajar la velocidad para ayudar a la señora a recoger a su desvalido marido, pero yo lo tomé de ambos hombros y lo obligué a seguir corriendo. Y los ancianos se perdieron tras el gentío de escolares, cuando vi nuestra primera oportunidad de oportuno escape: una calle.
"¡Dobla!" le dije a Sebastían, y así lo hizo.
Con nosotros otros quince pingüinos más doblaron, corriendo sin dar ventaja a los tres carabineros que entraron a la misma calle. Tampoco dejaban metros que pasar, dando como resultado la captura de dos escolares. A mí una puntada en el abdomen me quitaba velocidad, pero no podía parar. Sebastían se giró a mirar y al ver a los uniformados inyectó más rapidez en su correr.
Otra calle apareció y otra vez doblamos, ahora hacia la cordillera. Ahora fueron sólo seis los desconocidos que nos acompañaron, obligando a los dos carabineros que nos seguían a dividirse. Fue así que sólo uno corría sin detenerse tras nosotros. No podía entender de donde sacaba las energías para correr tan rapidamente bajo ese pesado casco y el duro chaleco antibalas. Y no me di cuenta cuando mi compañero había doblado en otra calle, hacía el norte otra vez. El único detalle, el único gran detallate era que la calle no tenía salida, y con rapidez nos acercabamos al final de esta.
"¡Cresta!" exclamé.
"Tranquilo" me dijo Sebastían jadeante, al parecer sabiendo que era lo que hacía.
Derrepente bajó la velocidad, es más, se detuvo y entró en un edificio. Yo lo seguí, sin antes mirar hacia atrás, viendo como los seis escolares nos seguían en el escape. Entré hacia el oscuro hall del edificio, en donde ni una alma penaba, precensiando como mi compañero de curso llamaba desesperado al ascensor. Fueron unos eternos seis segundos, cuando la puerta de metal se abrió hacia la derecha y entramos en el ascensor.
Dos semanas después de esa espectacular escapada, se tomaron el liceo. El Instituto Nacional ya había sido tomado, al igual que El Lastarria y otros emblematicos liceos de la capital. Faltaba el Borgoño, y no pensamos en quedarnos atrás.